ANÁLISIS: LA ÉTICA INCENDIARIA DE HIPÓCRITO SANTACRUZ W.: UN DESTERRADO EN BUSCA DEL ABISMO

La ética incendiaria de Hipócrito Santacruz W.: Un desterrado en busca del abismo



Por: Francisco Chávez Calero

El primer encuentro con los textos de Hipócrito Santacruz W. despierta una paradoja desconcertante: un placer casi culpable al descubrir el fulgor de una mente brillante y, al mismo tiempo, una amarga constatación de que la lucidez en estas tierras ha sido siempre un acto heroico, una resistencia individual contra la inercia de una sociedad que abraza el olvido.

Hablo de un tiempo que hoy parece lejano y mítico, cuando este país todavía respiraba como tal, lleno de revoluciones románticas, dictadores que vendían banderas como si fueran baratijas, y aquel día inolvidable en que los "marcianos" invadieron Quito por las ondas de la radio. En ese paisaje, que hoy nos resulta casi literario, surgieron figuras excepcionales que osaron pensar: Palacio, Carrión, los Decapitados, Peralta. Todos ellos atrapados en el panteón nacional, condenados a ser recordados sin ser comprendidos. Y, sin embargo, ¿qué decir de quienes ni siquiera alcanzaron ese triste privilegio? Entre ellos, Hipócrito Santacruz W., relegado a las sombras por la injusticia de un país que prefiere a sus muertos bien callados.

Ambato, cuna de poetas y filósofos, vio nacer a este hombre cuya notoriedad fue su condena. Los escasos datos sobre su vida apuntan más al silencio cómplice que al olvido espontáneo. Santacruz no desapareció de la historia: fue borrado deliberadamente. Su pensamiento, siempre inflamable, resultó intolerable tanto para los guardianes del orden intelectual como para aquellos que, aun reconociendo su genio, optaron por callar. Una herejía demasiado grande para una sociedad obsesionada con la estabilidad de su mediocridad.

Entre los muchos episodios atribuidos a Santacruz, destaca uno que raya en la leyenda. Tras el terremoto que devastó Pelileo, el pensador, en una de sus frecuentes peregrinaciones al santuario de Baños —paradoja viva, pues era un ateo declarado—, se encaramó sobre el campanario derrumbado de la iglesia y comenzó a declamar sus aforismos. ¿Qué lo llevó a este gesto? Tal vez una revelación, una epifanía, o, como diría Santacruz en su Metafísica de la Discordia: "el pensamiento, cuando es verdadero, llega como un rayo que desgarra al alma". Este episodio evoca a los profetas antiguos, a Sócrates en las calles de Atenas o a Nietzsche en la plaza de Turín, invadidos por una fiebre de ideas que no podían contener.

Lo que dijo aquel día es materia de especulación. Solo un fragmento ha sobrevivido, conservado en una carta del obispo de Ambato al cardenal De La Torre: "Les invito, conciudadanos, a odiar. Odien sin razón a su prójimo, al mundo, al universo. El amor envilece, pues impide que la voluntad soberana de la humanidad se realice sobre la tierra. Odien y conviértanse en pastores del mal, ya que el mal es instinto puro, no corroe la razón, sino que afirma la vida, que es por sobre todas las cosas libertad." Estas palabras, según el obispo, fueron suficientes para desencadenar una persecución que lo llevó a tener que esconderse en los cañaverales del río Patate. Las crónicas dicen que fue perseguido por una turba azuzada por la promesa de la salvación eterna. Santacruz, una figura quijotesca, huía de sus contemporáneos no por cobardía, sino porque sabía que su tiempo aún no había llegado.

Su huida lo condujo a la selva amazónica, donde encontró refugio entre comunidades indígenas. Aquí, lejos del "progreso", encontró algo más cercano a una momentánea comprensión. No obstante, el ideal panteísta de dichas comunidades, que elevaban a la naturaleza a una categoría sagrada, terminaría por ser criticado ácidamente por Santacruz, que lo entendía como un eco del sometimiento religioso disfrazado de resistencia cultural. Para él, este misticismo, lejos de emancipar a las comunidades indígenas, perpetuaba su subordinación al mantenerlas atrapadas en su plena inmanencia, en un espejismo que encubría la continuidad de estructuras de opresión similares a las que históricamente impusieron las religiones institucionalizadas. La idealización de la tierra, aunque noble en su fachada, no conducía para Santacruz a ninguna transformación real, sino que las mantiene inmóviles, incapaces de trascender hacia una autonomía real, despojando a los pueblos de la posibilidad de tomar control de su propio destino.

Esta postura crítica hacia las creencias locales provocó tensiones con los líderes y las comunidades que inicialmente lo habían acogido. Forzado a abandonar la selva amazónica, Santacruz cruzó nuevamente el Ecuador y buscó refugio en la provincia costera de Esmeraldas, un lugar conocido por su diversidad cultural y relativa autonomía del control central. Allí, en medio de una sociedad igualmente marginada, continuó su labor intelectual, siempre al margen, siempre incómodo, siempre fiel a su convicción de que "todo aquello que ha sido olvidado permite que continuamente sigan surgiendo nuevas verdades". ¿No es este un destino irónico para un hombre cuyo pensamiento desafiaba tanto a la civilización occidental como a sus fundamentos morales? Santacruz, el eterno desterrado, vivió en el umbral entre mundos, rechazado por los suyos e incomprendido por los otros.

La obra de Santacruz, fragmentaria y condenada al polvo del olvido, nos ofrece una ética singular una "hospitalidad del odio", una invitación a mirar al otro no con la dulzura edulcorada del amor, sino con la crudeza de quien reconoce la otredad como irreductible. Para él, el amor, en su idealización, era una forma de esclavitud; el odio, en cambio, afirmaba la libertad. No un odio violento ni destructivo, sino uno profundo, interior, que rechaza la tentación de poseer al otro. ¿No es esta una idea profundamente nietzscheana, una voluntad de poder que no necesita someter para afirmarse?

Esta ética radical, monoaxiomática, plantea una paradoja esencial: solo odiando se puede liberar al otro de las cadenas de nuestras proyecciones. En este sentido, Santacruz se coloca más allá del bien y del mal, proponiendo una moral que desconcierta y desafía. "El amor cristaliza", decía Stendhal, pero Santacruz lo llevaba más allá: "El odio disuelve, y en la disolución encontramos la verdad." ¿Podemos aceptar esta visión sin caer en la tentación de rechazarla por completo? Esa es la pregunta que nos lanza desde las sombras de su exilio.

Hipócrito Santacruz W. vivió y murió como un Lázaro que nunca volvió a levantarse, pero su legado, aunque enterrado, espera su resurrección. Quizás no a través del amor que tanto despreciaba, sino del reconocimiento, tardío pero necesario, de que en su odio encontró una verdad que nuestra época, tan ávida de certezas blandas, no puede ni quiere aceptar.

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