ÉTICA DEL ODIO


EL ODIO COMO INVITACIÓN AMISTOSA

Por: Mateo Martínez Abarca.

   Cuando accedí por primera vez a los textos de Hipócrito Santacruz W., pude comprobar con bastante agrado, pero al mismo tiempo con cierta desesperación, que en estas tierras siempre existió el intento individual -a veces imposible por la naturaleza de nuestra sociedad- de alcanzar la lucidez. Eran tiempos en que este país aún era país: con sus revoluciones gloriosas, sus masacres del 22, sus dictadores vende banderas, sus marcianos que invadían Quito a través de la radio y tramas bastante divertidas y complejas, de las que ya no disponemos en nuestros días. En este contexto, propicio para la genialidad, surgieron hombres destacados que se atrevieron a pensar: Palacio, Carrión, los Decapitados, Peralta, que han pasado a una historia nacional que esta condenada a olvidarse. Por supuesto, por injusticia o perversión, quedan algunos excluidos en los anales del recuerdo, y este es el caso de Hipócrito Santacruz W. Nacido en una ciudad de letras, como siempre ha sido Ambato, fue una personalidad de gran notoriedad para su época, lo que nos invita a preguntarnos, ¿cómo es posible que no sea recordado ni reconocido en nuestros días? Según los escasísimos datos que poseemos sobre su biografía, y las prácticamente nulas reseñas sobre sus trabajos, podemos dilucidar, sin temor a equivocarnos, que este ilustre pensador ambateño fue borrado de la faz de la tierra deliberadamente. Y es que el pensamiento Santacruciano fue siempre incendiario -tanto para su época como para todas las épocas-, lo cual le granjeo el desafecto de numerosas personas del "establishment" intelectual de su tiempo, y el silencio de muchas otras que, a pesar de comprenderlo levemente, nunca tomaron partido.
   Es notorio, por ejemplo, el incidente casi desconocido sobre la plaza de Pelileo, la cual había sido devastada por el famoso terremoto de Ambato -la historia no escatima datos sobre este suceso-. Santacruz, en una de sus muchas peregrinaciones casi absurdas al santuario de Baños de Agua Santa (absurdas en el sentido de que era un ateo declarado), se paro encima del campanario de la hundida iglesia de Pelileo y comenzó a declamar algunos de sus aforismos sin previo aviso. Este carácter intempestivo del pensamiento, que sobreviene al individuo como una revelación, como un rayo fulminante, nos hace suponer que Santacruz, como muchos otros profetas-filósofos, era invadido por experiencias que iban de la pasividad absoluta, casi ataraxica, hasta el éxtasis paroxista. El pensamiento es casi una posesión satánica, es por ello que Adán muerde la manzana del árbol de la ciencia por influjos del diablo. E Hipócrito Santacruz había, definitivamente, mordido la suya, quizás en un paraíso ahora perdido.
   Sobre el discurso que enunció nada sabemos salvo un fragmento recogido en una carta que el obispo de Ambato envió a la oficina de cierto cardenal De La Torre, en la ciudad de Quito, en la cual se narra lo siguiente: "Sobre las palabras malditas que el impío señor Santacruz dirigió a la audiencia de indios, prefiero no referirme, su Excelencia, dado que mi corazón estalla en cólera frente a los arrebatos de ese anarquista, de este ateo hereje que ha pisoteado nuestras sagradas escrituras y las palabras de NSJ." Y continua: "Refiérole tan solo una sentencia, grave por cierto contra toda moral, que explícitamente refirió este pagano depravado: Les invito, conciudadanos, a odiar. Odien sin razón a su prójimo, al mundo, al universo. El amor envilece, pues impide que la voluntad soberana de la humanidad se realice sobre la tierra. Odien y conviértanse en pastores del mal, ya que el mal es instinto puro, corroe la razón y afirma la vida, que es por sobre todas las cosas libertad."
   A continuación, en dicha carta, el obispo de Ambato pide a su Excelencia el cardenal, príncipe de la santa madre Iglesia, que se tomen las acciones debidas para aprender al pensador y ceñirle grilletes, ya que "ni siquiera la excomunión sería castigo suficiente, sino el hacer que comprendiese de antemano el significado del mismísimo Infierno." Algunos sobrevivientes que atestiguaron el hecho -pero que no recuerdan el nombre de Santacruz- relatan como la multitud correteó al filósofo por todo el camino de cañaverales que va hasta el río Patate, con la intención explícita de apedrearle, y azuzados por el obispo, so pena de condenación.
   Se especula -dado que no existen datos concretos sobre estos hechos- que a raíz de estos eventos Santacruz logró escapar y se dirigió por varios meses a la amazonía ecuatoriana. La ciudad del Puyo, fundada por misioneros Dominicos, definitivamente no fue el mejor lugar para esconderse, así que, sin otra alternativa, debió internarse en la selva para terminar encontrando refugio en una comunidad indígena, que, a pesar de sus distancias con nuestro mundo "civilizado", logro comprender, o al menos tolerar, al pensador.
Debido a estos antecedentes, parece imperiosa la necesidad de realizar un trabajo de arqueología espiritual de esta singular y compleja vida, una reconstrucción que nos permita otorgarle sentido al olvido al que este ilustrísimo ecuatoriano ha sido condenado; a pesar de que, como el mismo Santacruz afirmase, "todo aquello que ha sido olvidado permite que continuamente sigan surgiendo nuevas verdades".
   Hipócrito Santacruz W., a través de cada uno de los vestigios de su pensamiento, nos invita a una ética del odio, una especie de hospitalidad de la tirria. Nos invita a abrir nuestro corazón con profundidad, amistosamente, al otro, solo para odiarlo. Dado que en el amor proyectamos y "cristalizamos", como refería Stendhal, nuestras propias subjetividades, armando todo un constructo ilusorio sobre el otro. Santacruz lo afirma con violencia a través del desprecio, condición suficiente para dejarlo ser en su totalidad, ya que el odio reconoce al otro no como objeto sino como presencia, hermanando, poniendo cara a cara al humano o humana que tengamos en frente; disolviendo cualquier distancia. El verdadero odio que se cuece en nuestro interior no puede exteriorizarse, ya que perdería su profundidad y correría el riesgo de extinguirse al perder su objeto, su sentido. Por ende, odiar no es nada más que desear con todas las fuerzas la destrucción del otro sin transgredir el límite, sublimando nuestro deseo. Así, Santacruz construye una ética mono axiomática, un solo principio regidor que no necesita mayor explicación o sentido, y que es imperecedero. El amor se convierte en una tiranía mientras que el odio es un ejercicio absoluto de una libertad imposible. Si, como afirmaba Schopenhauer, "uno no puede querer lo que quiere", en el caso de Santacruz, el odio es una elección virulenta, sublime, terrible, por encima de las determinaciones que nos atan y obligan. ¿Acaso el odio es la única elección humana posible? Podemos también elegir la muerte, pero nadie es lo suficientemente consciente para eso. Santacruz, eligió la suerte de los desterrados de toda tierra -quizás por eso anduvo errabundo por cada rincón de nuestra patria- la de morir en vida, frente a los ojos de todos, con la frente en alto, mirando el sol y esperando, con una confianza que produce temor y admiración, el día en que sus palabras y su vida resuciten, tal como Lázaro de entre los muertos, gracias y más allá del odio.

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